La derechización de América Latina, una constante reversible

¿Por qué la derecha triunfa en las elecciones en America Latina?

Manuel-Fabien Aliana analiza el auge de la derecha y señala claves para renovar las izquierdas de América Latina de cara a las citas electorales de 2018.

La derechización de América Latina, una constante reversible
Mauricio Macri, presidente de Argentina, con Michel Temer, presidente no electo de Brasil, en febrero de 2017. Foto: Antonio Cruz / Agência Brasil.

MANUEL-FABIEN ALIANA // El pasado 19 de diciembre 2017, el expresidente liberal Sebastian Piñera volvió a ganar las elecciones presidenciales en Chile, consiguiendo una holgada victoria que pocos supieron anticipar. Lo que la izquierda chilena anunciaba como un plebiscito por o contra el regreso de la derecha al poder, terminó convirtiéndose en un plebiscito por o contra el continuismo de centro-izquierda. En la historia reciente, es la segunda vez que un candidato socialdemócrata que tiene el  respaldo del gobierno saliente es derrotado en Chile, y la tercera que esto ocurre a nivel regional, lo que lleva a muchos analistas a plantear que estamos ante el ocaso del ciclo progresista en América Latina .

Si bien existe una crisis en el centro-izquierda latinoamericano, adelantar el fin del ciclo progresista resulta tendencioso por tres razones. La primera, porque ignora el surgimiento de nuevas fuerzas de izquierda en países como Chile, Honduras, México, y Perú. La segunda, porque minimiza la inestabilidad política e institucional que atraviesan los países gobernados por la derecha, tales como Argentina, Brasil, Honduras, Guatemala, México y Perú, donde el presidente Kuczynski faltó a su compromiso indultando al exdictador Alberto Fujimori la noche de Navidad. Finalmente, porque hace caso omiso a las recientes victorias electorales de la izquierda.

Ejemplos de esto se materializan en Ecuador, donde se impuso el candidato oficialista Lenin Moreno en las elecciones de abril de 2017. A pesar de la crisis que atraviesa el oficialismo desde julio pasado, agudizada por la la consulta popular convocada para este domingo, el mandatario ha reiterado su compromiso de mantener el diálogo nacional y seguir con su agenda social y medioambiental. Luego está Venezuela, donde a pesar de la crisis, la izquierda liderada por Nicolás Maduro se impuso en los últimos comicios regionales, ganando 18 gobernaciones de las 23 en juego. Estas elecciones no fueron boicoteadas por la oposición, pero sí hubo acusaciones de fraude, como en los Estados de Bolívar y Miranda.

Lo que estamos presenciando en América Latina no es el fin de un ciclo, sino la persistencia de otro: el de la derechización, una constante que viene dándose desde 2009. Entendemos por derechización un exitoso ciclo de contraofensivas políticas operadas por las élites económicas nacionales y por los partidos que las representan, en contra de gobiernos de centro-izquierda denunciados como radicales, con el fin de restaurar un orden político conservador e implementar medidas de ajuste estructural.

Este ciclo se inició con el golpe de Estado que en 2009 derrocó al presidente de Honduras Manuel Zelaya, sancionado desde su propio partido por su giro izquierdista y por convocar al pueblo a una asamblea constituyente. En 2010, Chile eligió como presidente a Sebastian Piñera, saliendo derrotado el centro-izquierda por primera vez desde el fin de la dictadura en 1990. En 2012, un golpe legislativo destituyó al presidente paraguayo Fernando Lugo por atreverse a cuestionar la desigual repartición de tierras en su país. En 2015, Mauricio Macri ganó las elecciones presidenciales en Argentina, poniendo fin a 13 años de kirchnerismo, y en 2016, en medio de una crisis política desatada por escándalos de corrupción que dividieron hasta la misma izquierda, el Congreso brasileño destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, en lo que fue catalogado como un golpe legislativo. En 2017, vuelve por segunda vez la derecha al poder en Chile, y el mismo día de la reelección de Sebastian Piñera, el Tribunal Electoral de Honduras proclama presidente reelecto a Juan Orlando Hernández, tras un mes de protestas masivas por acusaciones de fraude electoral.

Dentro de este historial, contrastan los procesos electorales en Argentina y Chile con los métodos autoritarios y ‘politiqueros’ usados en el resto de los países para desalojar a la izquierda del poder. Pero estas dos derrotas, que han querido presentar como símbolos del fin de un ciclo progresista, son en realidad derrotas nacionales de gobiernos de centro-izquierda totalmente desgastados y desconectados de sus pueblos.

En Argentina, la derecha trabajó arduamente desde 2006 por renovar su imagen y modernizar su discurso. El candidato presidencial Mauricio Macri, que por entonces era jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, supo voltear los focos sobre la corrupción de la era kirchnerista, denunciando el caudillismo de los gobernadores de provincia y la “necesidad” de una reforma tributaria que oxigenara la economía del país. Y a pesar de que tras su nueva estrategia de comunicación se escondieran los mismos viejos métodos liberales aplicados durante la llamada década perdida, Macri logró capitalizar los votos del rechazo creciente en contra del gobierno kirchnerista. Desde 2009, este gobierno se iba carcomiendo por dentro y perdía apoyo popular por su incapacidad para reducir la inflación, sus políticas de restricción en la compra del dólar, y el error (que ahora esta cometiendo Macri) de mantener impuestos percibidos como injustos, tales el de las “ganancias” (impuesto a los sueldos), y el del cheque (impuesto a créditos y débitos bancarios, creado bajo De la Rúa en medio de la crisis económica de 2001). Todos estos factores fueron los que en 2015 propiciaron la derrota del Frente para la Victoria, la coalición política del candidato oficialista Daniel Scioli.

En Chile, las tibias reformas sociales del gobierno de Michelle Bachelet, la prometida gratuidad de la educación superior que nunca alcanzó a ser universal, y la mala gestión de una economía dependiente que siguió en manos del oligopolio, generaron el rechazo de las nuevas fuerzas de izquierda y debilitaron el apoyo al candidato oficialista Alejandro Guillier. Por su lado, la oposición de derecha logró capitalizar votos criticando la reforma tributaria del gobierno, las supuestas malas cifras de una economía estancada (datos que habían sido manipulados, según reconoció después el Banco Mundial), la creciente deuda pública, que se elevó al 23,8% del PIB en 2017, y la política progresista de una presidenta que logró despenalizar el aborto en tres causales.

Pero ante una segunda vuelta tan reñida, el equipo de campaña de Sebastian Piñera tuvo que recurrir a numerosas artimañas para motivar al electorado de derecha. No les bastó con lanzar una campaña del terror, proclamando que votar Alejandro Guiller conduciría a Chile al camino de la inestabilidad venezolana, sino que también denunciaron un fraude electoral sin presentar prueba alguna. Es más, presionado por el sector mas conservador, Piñera se vio obligado a dialogar con los grupos evangélicos, cuando fue él mismo quien promovió en 2011 una ley para que se reconocieran las uniones de parejas del mismo sexo.

Lo que está en crisis en América Latina no es el ciclo progresista. Están en crisis las instituciones democráticas, los gobiernos neoliberales, y el modo de gobernar de los diversos centro-izquierdas, que no supieron renovar las practicas políticas ni atender las exigencias de la ciudadanía. En un año electoral cargado de comicios decisivos para la región, quizás lo que pueda marcar la diferencia sea la capacidad que tengan los indecisos y los abstencionistas de plantearse las siguientes preguntas: ¿Qué tipo de gobierno quiero para mi país? ¿Qué país quiero dejarle a las futuras generaciones? ¿Qué puedo hacer para que las instituciones del estado me protejan y atiendan mis necesidades, y las de mis parientes y vecinos?

Un año electoral que comienza este domingo 4 de febrero con el polémico referéndum en Ecuador, y la primera vuelta de las presidenciales en Costa Rica. En Brasil, México y Paraguay, países de alta tensión política, no es posible anticipar el comienzo de un nuevo ciclo, pero sí se puede predecir un año cargado de luchas sociales y electorales, con comicios muy reñidos de los que saldrán nuevas oportunidades.

En Colombia, un país dividido por el indulto y la participación política de las FARC, las próximas elecciones legislativas y presidenciales prometen ser verdaderos plebiscitos que sellarán el destino de los Acuerdos de Paz. Por último, en Venezuela, donde la Asamblea Constituyente anunció su voluntad de convocar elecciones presidenciales anticipadas, la credibilidad de los próximas comicios dependerá de lo que resulte de las negociaciones entre oficialismo y oposición. Solo si se crean las condiciones que garanticen un proceso electoral transparente, en el que tengan derecho a participar todos los partidos de oposición, Venezuela podrá pretender salir del aislamiento político y económico en el que se encuentra. Pero si no se presentan esas condiciones, las próximas presidenciales serán percibidas a nivel nacional e internacional como una gran farsa electoral.

Manuel-Fabien Aliana es latinoamericanista de nacionalidad franco-nicaragüense, licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad de Lyon.

En Argentina, en las recientes elecciones parlamentarias, la derecha gana dando una paliza. La opción electoral por posiciones de derecha se sucede por doquier.

En Estados Unidos la población vota por el representante más troglodita, en Europa avanzan las propuestas con sabor xenofóbico y conservador, en general se ve que los electorados optan por partidos que no son de izquierda precisamente. ¿Por qué la derecha triunfa en las elecciones? Así formulada, la pregunta daría a entender una honda preocupación, pues supone que eso es algo así como un error inesperado, una aberración. ¡La derecha no debería ganar!

Ahora bien: si se profundiza un poco, allí puede encontrarse, más que nada: ingenuidad. ¿Quién dijo que los votantes irían a votar por la izquierda? ¿Acaso la izquierda tenía garantizado el triunfo en algún lugar?

Todo eso lleva a pensar en lo que ha venido sucediendo en estas tres o cuatro últimas décadas en todo el mundo a nivel político-ideológico. El avance de distintos movimientos populares contestatarios para los años 60 y 70 del pasado siglo (guerrillas de izquierda, avance sindical, movimientos campesinos, procesos de liberación nacional, Teología de la Liberación, movimientos antiguerra y anticonsumismo, poderosos movimientos estudiantiles inconformes, reivindicaciones de las mujeres, etc.) trajeron como respuesta del sistema un golpe tremendo. En Latinoamérica, las montañas de cadáveres y los ríos de sangre -enmarcados en la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al comunismo internacional- signaron la época. El miedo y el silencio se adueñaron de las sociedades. Protestar (por cualquier tema, no importa) pasó a ser mala palabra, peligroso, algo a desechar. De esa forma pudo declararse con ampulosidad que “la historia había terminado”, lo que marcaba el “fin de las ideologías”.

Habría que aclarar, rápidamente: de la ideología de izquierda (al menos esa era la pretensión del sistema, obviamente de derecha). Lo que se acalló -sangrientamente- fue cualquier intento de modificación, de protesta con sabor a cambio. Las sociedades, y no solo las latinoamericanas, sino que el fenómeno es mundial- entraron en un letargo: levantar la voz salió de la agenda. Mucho más aún, ciertos términos como socialismo, lucha de clases, revolución, explotación. “No meterse en nada y cuidar el sacrosanto puesto de trabajo” se impuso como la consigna básica, a seguirse con respeto (y temor) reverencial.

En ese marco, acallándose las luchas, con el agravante de la caída de las primeras experiencias socialistas (Unión Soviética, China), el campo popular en su conjunto sufrió un severo retroceso. ¿Quién trabaja hoy solo 8 horas diarias? ¿Cuánta gente trabaja con todas las prestaciones laborales de antaño? ¿Qué trabajador está sindicalizado? ¿A quién defiende hoy un sindicato? Los avances conquistados históricamente en años de lucha se fueron perdiendo. Así las cosas, lo que para décadas atrás en las izquierdas era visto como algo despreciable: las elecciones burguesas, pasaron a ser un nuevo campo de acción política. Las izquierdas (golpeadas, diezmadas, casi en shock), pasaron a la arena de la hasta entonces desprestigiada política parlamentaria.

Esto lleva a preguntarnos si efectivamente ese marco de ejercicio político -siempre en el ámbito del capitalismo, incluso más feroz que antaño, con las nuevas estrategias neoliberales, planes de ajuste estructural y precarización constante de las condiciones de vida de las grandes mayorías- puede permitir efectivamente una transformación real para esas mayorías populares. ¿Son las elecciones un campo de cambio profundo?

La experiencia demuestra fehacientemente que no. El camino de la democracia (burguesa) al socialismo (el caso de Chile con Salvador Allende es el más emblemático) muestra los límites. Los cambios revolucionarios no van de la mano de las elecciones llamadas democráticas. El poder (la clase dominante) se resiste a cambiar pacíficamente. Nunca en la historia, nunca jamás, un cambio económico-político-social efectivo pudo hacerse sin violencia. “La violencia es la partera de la historia”, enseñaba Marx con un hálito hegeliano, y sin duda no se equivocaba. La actual clase dirigente: los capitalistas, se hacen del poder cortándole sangrientamente la cabeza a los reyes. La democracia que se desprende de ese hecho inaugural del mundo moderno no es más que “una ficción estadística”, como dijera Jorge Luis Borges. Sigue mandando el poder económico, sostenido (sangrientamente cuando es necesario) en las bayonetas.

¿Por qué reivindicar hoy ese tipo de elecciones desde la izquierda? Porque el campo de acción se ha reducido tanto que es lo poco en lo que se puede mover. O, al menos, golpeada y restringida como ha estado estos años, es el único espacio que le ha ido quedando dentro de los límites que le impone el sistema. Y ante tanta desesperanza, el hecho de llegar a la casa de gobierno se puede sentir ya como un triunfo (aclarando rápida y enfáticamente que la silla presidencial es apenas un pequeño, muy pequeño eslabón en la real cadena de mando del sistema).

Pero ¡cuidado! ¡¡Las elecciones están muy lejos de ser una revolución!! Si podemos contentarnos con el triunfo en las urnas de una propuesta progresista (lo que ha estado sucediendo estos últimos años en Latinoamérica, propuesta que sin dudas debemos apoyar con toda la fuerza, porque al menos son una espina para el sistema -Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia, Correa en Ecuador, Bachelet en Chile, los Kirchner en Argentina, el Partido de los Trabajadores en Brasil, Mujica en Uruguay, Ortega en Nicaragua) eso muestra, ante todo, la debacle real de una propuesta de cambio radical. “No se trata de reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva”, afirmaba con la mayor energía Marx en su programa político. Reformar el capitalismo, darle un rostro humano, redistribuir un poco más equitativamente la riqueza sin tocar los resortes de fondo, todo eso es lo que ha venido pasando con proyectos políticos populares en estos años. Es “políticamente correcto” apoyarlos; es una obligación ética auparlos para quienes siguen pensando en otro mundo más justo, más equitativo. Pero no hay que olvidar que no son proyectos que cuestionen al sistema capitalista en su raíz: “capitalismo serio”, por ejemplo, dijo la ex presidenta argentina. Economía mixta, capitalismo nacional… En otros términos: una izquierda “domesticada”, acorde a los tiempos que corren, con saco y corbata (versión masculina) o tacones y bien maquillada (versión femenina). ¿El poder popular es ir a elecciones? ¿Así se puede construir un auténtico cambio revolucionario?

Sin ningún lugar a dudas, son proyectos importantes, avances en relación a las peores y más antipopulares recetas neoliberales que se impusieron años atrás. Por eso las poblaciones las eligen en elecciones libres cuando se va a procesos electorales. Pero procesos que tienen las patas cortas, que no transforman nada sustancialmente. Y por eso mismo, proyectos que pueden sucumbir.

Los proyectos de capitalismo nacional y antiimperialista con talante popular que marcaron varias experiencias latinoamericanas en el siglo XX (el peronismo en Argentina, Vargas en Brasil, Torrijos en Panamá, Velasco Alvarado en Perú, la Primavera Democrática en Guatemala) dejaron algunas marcas y buenos recuerdos, pero no lograron transformar nada de raíz en sus sociedades.

La población vota siguiendo cada vez más las técnicas de mercadeo que les imponen los partidos políticos (siempre de derecha). Esos partidos son los gestores del sistema, sus buenos administradores bien presentados, y nada más, ¡absolutamente nada más! Con buenas campañas de marketing imponen candidatos, más como actores de película que como estadistas. La izquierda, con propuestas que no pueden rebasar los límites del sistema capitalista (véase el caso de la guerrilla salvadoreña convertida en partido político formal, o lo que le espera a las fuerzas guerrilleras en Colombia, o lo que le sucede hoy al Frente Sandinista en Nicaragua, o la misma Revolución Bolivariana, más allá de las pasiones que pueda despertar como fuente de esperanza -con un camino al socialismo que nunca se termina de recorrer realmente-) poco o nada puede hacer en esta competencia con la derecha. Aunque gane las elecciones (porque, repitámoslo: la revolución es más que ocupar la casa de gobierno. ¡La revolución es genuino poder popular, democracia de base!)

Las poblaciones están monumentalmente manipuladas para desinteresarse de lo político. “La democracia es un sistema donde se le hace creer a la gente que decide algo en los asuntos de su incumbencia sin que, en realidad, decida nada”, dijo Paul Valéry. La democracia formal y su parafernalia electoral no pasa de ser un espectáculo mediático cada vez mejor montado, pero no más que eso. De ahí al auténtico poder popular, dista bastante. Las elecciones no tienen nada que ver con la transformación real de una sociedad, aunque hoy día la prédica del sistema nos haya casi obligado a “disciplinarnos” y entrar en ese juego de los tacones y el maquillaje o el saco y la corbata.

Ahora bien: el triunfo de una propuesta claramente de derecha, neoliberal a ultranza como la reciente de Mauricio Macri puede hacer pensar que el electorado involuciona. Pero, ¿acaso se puede esperar algo realmente distinto de este sistema electoral? ¿Puede haber cambios profundos y sostenibles verídicos en el medio de este marco “democrático”? ¿O habrá que pensar en democracias directas, de base, populares, sin representantes bien vestidos y con guardaespaldas?

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